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8 de mayo de 2007

El Ocho y El Timido

En el descanso de los partidos en la Romareda es muy normal ojear alguna revistilla de estas que dan para ver la clasificación o los próximos enfrentamientos. Pues bien, yo he encontrado en la revista Mediapunta un entretenimiento mejor y es que sus artículos me encantan siempre. Así pues he decidido poner alguno de ellos de vez en cuando. Aquí van dos que leí hace poco y me gustaron:

EL OCHO
(por Nico Abad)

A mí me recuerda a Quini, con ese pelo canoso echado hacia atrás, corpulento… o a Serrat, con veinte kilos más, claro. Los tres tienen algo en común en la complexión de la cara. Tal vez se lo haya dado el Barça, porque Quini metió unos cuantos con la camiseta blaugrana, y Serrat presumió de ellos, y Stoichkov los celebró como nadie.

Supongo que estaría loco por venir a España, donde nos gustan estos tipos que se salen del guión. En Bulgaria tal vez sea uno más, pero en España, Stoichkov es peculiar. El Barça acoge especialmente bien a estos jugadores de raza que enseguida se identifican con los colores y para los que cada jugada es un contrato de adhesión eterna al club. Y no digamos un gol. Casi en la manera de marcarlo ya está implícito el mensaje a la grada: no lo marcaré así para ningún otro club.

Eso hacía Stoichkov en el Barca. Por eso cualquier salida de tono, cualquier pisotón a un árbitro, cualquier desmadre, no sólo estaba perdonado, sino que era celebrado con regocijo por la afición. Tenemos al gamberro en el equipo, y es bueno. Le queremos.
Sin embargo, antes que cualquiera de sus polémicas, lo que yo siempre recuerdo de Stoichkov es su imagen en la banda del Nou Camp, pidiendo el balón como poseído. Cuando llevaba el balón en los pies, agachaba la cabeza y se dirigía como un cuchillo hacia la portería rival. Sin balón, jugaba con la mano levantada. Pidiéndolo. Por mandato de Cruyff se ponía con el talón izquierdo pisando la cal, y con el cuerpo ya enfilado hacia la portería.

Y siempre quería más. Una vez le estaban metiendo siete a Osasuna en casa. De esos partidos en los que el Dream Team abría el campo y el Nou Camp parecía tres veces más ancho de lo permitido… era el minuto cuarenta y Stoichkov seguía pidiendo el balón con insistencia desde la banda. Acababa de salir Quique Estebaranz, que gozaba de pocos minutos, y el madrileño cogió el balón, hizo tres o cuatro regates de los suyos mientras Stoichkov seguía la jugada por la banda contraria pidiéndole el balón. Estebaranz se vio solo delante del portero y por supuesto intentó el gol. Pero falló. Stoichkov le pegó una bronca descomunal por no habérsela pasado. Le dije al cámara: vete al marcador. Allí ponía en grande Barça 7–Osasuna 0. Minuto 42. Era bestial Stoichkov.

Le veo ahora en Balaídos, en su debut, vestido con una traje negro con finísimas rayas blancas, camiseta negra, ese tranco al andar… y no me creo que sea entrenador. No creo siquiera que tenga táctica. Pero estoy seguro de que cualquiera de sus jugadores, si cruza con él la mirada durante el partido, sentirá un escalofrío que le hará pensar de inmediato: o hago la jugada yo o sale éste y marca él el gol. Con Stoichkov en el banquillo los jugadores están condenados a atacar sin mirar atrás.


EL TIMIDO
(por Sorín)

Empezó a acumular bronca de chico nomás. Al ver cómo esos pibes cancheros que se paraban como cowboys del lejano oeste encaraban a las minitas de frente. Ellos sabían que ellas sabían. Ellas sabían que si las otras las veían salir con los del equipo de fútbol del cole, las envidiarían. Él era tímido. Sin iniciativa natural para hacer sonreír a una piba. Debía pensar cada palabra, aprenderse frases de película de memoria para tal vez tener una oportunidad. Su padre jamás lo aconsejó, y su madre estaba siempre ocupadísima con los quehaceres domésticos. Sin embargo, él siempre soñaba con el amor. Con una historia romántica de encuentros en bosques mágicos o en playas desiertas y una morocha con pelos larguísimos corriendo hacia él. –Es un tarado. –No, che, es un tarado soñador, mirá cómo la relojea a la Laura, la va a borrar con los ojos. –¡Ja, ja! O es muy pajero o no sale nunca del fondo. –Sí, tiene menos contraataque que Ferro.

Su odio a los futboleros fue creciendo a medida que fracasaba su relacionamiento con las mujeres. O lo despreciaban por su letargo romántico o simplemente lo ignoraban después de un frustrado acercamiento con confusas palabras. Ellas sólo querían divertirse, no querían poesía ni aduladores de las caídas del sol. Ellas iban cada día a ver los entrenamientos de La Jauría, así se hacían llamar los pibes de Bonzo. Se comían el pasto para hacerse notar, derramaban sudor y garra en cada gesto, en cada pelota. Y eran muy graciosos al terminar el partido. Intentaban contener las pulsaciones, se peinaban aunque sus cabezas estuvieran llenas de barro y sonreían con la tierra como boquera marrón y blanca sequedad. Ellas enloquecían. Mientras tanto él espiaba agazapado detrás de las gradas. Intentaba guardar en su cuerpo los movimientos básicos del levante que se podían describir así:

El victimario: aquel que se hacía el dolorido para tener el consentimiento y el contacto directo con ellas.

El duro: aquel que salía puteando a sus compañeros que lo respetaban y a la vez se reían por lo bajo conscientes de su táctica.

El elegante: fachero, pinta de jugador antiguo, camiseta dentro del pantalón, medias altas y cuerpo erguido. Mantenía siempre la línea y hasta era caballero.

El Lelo, como lo llamaban los de Bonzo, repetía en solitario. Actuaba los personajes en el espejo y también recordaba genuinos movimientos seductores de los pibes del fútbol como: el cachetazo (pelo al costado tipo galán), o la gran shorcito (estirarse el short con los pulgares, sensación única de jugador) y al final arriesgaba la cabeceadita (el toque culminante, antigua pero efectiva, marcando el momento para irse junto a la chica atrás de la canchita).

Fue durante un mes seguido a ver a La Jauría. Y sentía que ya los conocía a los pibes, sin embargo, en público mostraba su odio frente a los que eran “sus consejeros en levante”. La Jauría ganó todos los partidos de eliminatoria y sólo faltaba la gran final. Cada vez más chicas, incluso de otros barrios, se acercaban a ver los entrenamientos y partidos. El Lelo se decidió y salió de su pozo oculto. Se sentó cerca de las pibas novatas y en vez de hablar como actor de cine o poeta de vanguardia, empezó a tirar frases de fútbol y hacer movimientos de jugador. Al principio no le dieron mucha bola, pero minutos más tarde cuando el técnico comenzó con pelotas paradas y estrategias aburridas que las chicas odiaban, el Lelo fue abordado por ellas. Querían saber y hacían preguntas sobre el juego… y el Lelo improvisaba, contestaba y de vez en cuando tiraba una cacheteadita para llamar la atención. La Jauría lo vio y se exasperó. Sintieron que un extraño estaba robando su ganado y encima chicas nuevas y fresquitas.

–Después del entrenamiento lo agarramos a ese Lelo hijo de puta. –Sí lo vamo a matar quién se cree que es, si en su vida jugó al fútbol ese payaso.

El juego había cambiado, la rueda giraba inocente y el Lelo no la desaprovechó. Tuvo minutos de gloria, donde ellas suspiraban por su lenguaje mitad futbolero y mitad teatral. Percibió el malestar y fue más vivo que los vivos. Al finalizar el entrenamiento se anticipó y les presentó tres chicas a La Jauría mientras la más linda ya le había dejado su teléfono. Y de esta forma, se ganó la simpatía de los pibes que no tuvieron que trabajar demasiado para seguir el rollo. El Lelo las había dejado cocinadas y la voz se corrió enseguida. Fue el inicio de una carrera inesperada. Así el Lelo dejó de odiar al fútbol para amar sus placeres. No entendía de 4-4-2 ni sabía pegarle tres dedos, pero los pibes, pese a la distancia, lo admiraban después del centro que les había tirado. Fue el primero de unos cuantos y por eso La Jauría un mes más tarde no dudó en firmarle unos papeles cuando el Lelo hizo de intermediario y cayó con un agente FF oficial que les prometió colocarlos en el mercado internacional.

Hasta el día de hoy el Lelo come por la pelota, esa que genera odios y envidias, esa pasión que hasta los que la detestan terminan por venerarla. Usa traje y corbata, su tarjeta lo presenta como representante, aunque los pibes le sigan diciendo Lelo.

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